sábado, 27 de julio de 2013

La Transfiguración I

El día 6 de agosto celebramos la fiesta de la Transfiguración del Señor. Con las tres próximas entradas nos podemos preparar para la celebración de este día. Rememoramos este acontecimiento tuvo lugar en el Tabor, un monte considerado santo ya muchos siglos antes de la venida del Señor.

Desde los tiempos más remotos, caminos y pistas de caravanas han surcado la fértil llanura de Esdrelón, en Galilea. Los viajeros que bajaban desde Mesopotamia y Siria, tras costear el mar de Genesaret, la atravesaban hacia el oeste, para llegar al Mediterráneo y continuar hasta Egipto. Los que partían del sur, desde Hebrón, siguiendo la vía que pasa por Belén, Jerusalén y Samaría, la cruzaban hacia el norte cerca de Nazaret. Testigo de su marcha, solitario en medio de la planicie, se erguía el monte Tabor.

Si formara parte de una cordillera, con sus 558 metros sobre el nivel del mar apenas llamaría la atención. Sin embargo, por su aislamiento y forma cónica —que sugiere la de un volcán aunque su origen sea calcáreo—, y por elevarse más de 300 metros sobre el terreno circundante, parece de una altura imponente. Destaca la notable vegetación de sus laderas, cubiertas siempre de encinas, lentiscos y plantas montaraces, y en primavera, de lirios y azucenas. Desde su cumbre, una ancha meseta donde además abundan los cipreses, se divisa un hermoso panorama. Estas características convirtieron al Tabor en escenario para los cultos de los pueblos cananeos, que veneraban a los ídolos en las cimas; pero también para las fortificaciones militares, como atalaya sobre la región: de lo uno y de lo otro hubo en ese lugar, donde las huellas de la presencia humana se remontan a hace setenta mil años.

Según los relatos del Antiguo Testamento, fue en las inmediaciones del Tabor donde Débora reunió en secreto a diez mil israelitas al mando de Barac, que pusieron en fuga al ejército de Sísara (Cfr. Jc 4, 4-24); allí mataron los madianitas y amalecitas a los hermanos de Gedeón (Cfr. Jc 8, 18-19); y una vez conquistada la tierra prometida, el monte delimitó las fronteras entre las tribus de Zabulón, Isacar y Neftalí (Cfr. Jos 19, 10-34), que lo tenían por sagrado y ofrecían sacrificios en su cumbre (Cfr. Dt 33, 19). El profeta Oseas fustigó ese culto porque, sin duda, en su tiempo no era solo cismático, sino también idolátrico (Cfr. Os 5, 1). Finalmente, encontramos una prueba de la fama del Tabor en su uso como imagen literaria: el salmista lo une al Hermón para simbolizar en los dos todos los montes de la tierra (Cfr. Sal 89, 13); y Jeremías lo compara con el descollar de Nabucodonosor sobre sus enemigos (Cfr. Jr 46, 18).

Aunque en el Nuevo Testamento no aparece citado por su nombre, la tradición enseguida identificó el Tabor con el lugar de la transfiguración del Señor: se llevó con él a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a un monte para orar. Mientras él oraba, cambió el aspecto de su rostro, y su vestido se volvió blanco y muy brillante. En esto, dos hombres comenzaron a hablar con él: eran Moisés y Elías que, aparecidos en forma gloriosa, hablaban de la salida de Jesús que iba a cumplirse en Jerusalén. Pedro y los que estaban con él se encontraban rendidos por el sueño. Y al despertar, vieron su gloria y a los dos hombres que estaban a su lado. Cuando estos se apartaron de él, le dijo Pedro a Jesús: —Maestro, qué bien estamos aquí; hagamos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías —pero no sabía lo que decía (Lc 9, 28-33; Mt 17, 1-4; Mc 9, 2-5).

http://www.es.josemariaescriva.info

sábado, 20 de julio de 2013

El Papa Francisco: "Un cristiano no puede ser antisemita"

El Papa Francisco recibió el 24 de junio en audiencia a 30 miembros de la Delegación del Comité Judío Internacional para Consultas Interreligiosas. Recordó que los 21 encuentros anteriores ayudaron a reforzar la recíproca comprensión y los lazos de amistad entre judíos y católicos. Este es el primer encuentro del Papa Francisco desde su nombramiento con un grupo oficial de representantes de organizaciones y comunidades judías. El Pontífice dijo que la Declaración 'Nostra Aetate' del Concilio Ecuménico Vaticano II representa para la Iglesia católica "un punto de referencia fundamental con respecto a las relaciones con el pueblo judío".

"A través de las palabras del texto conciliar -dijo el Papa- la Iglesia reconoce que 'los inicios de su fe y de su elección se encuentran, según el misterio divino de la salvación, en los Patriarcas, en Moisés y en los Profetas'. Respecto al pueblo judío, el Concilio recuerda las enseñanzas de San Pablo: 'los dones y la llamada de Dios son irrevocables', y asimismo condena firmemente los odios, las persecuciones, y todas las manifestaciones de antisemitismo. ¡Por nuestras raíces comunes, un cristiano no puede ser antisemita!"

El Santo Padre mencionó que los principios fundamentales de la Declaración fueron señalado un camino de "mayor conocimiento y comprensión recíproca entre judíos y católicos" al cual sus predecesores han dado un "notable impulso" tanto mediante gestos especialmente significativos como a través de la elaboración de documentos que han profundizado la reflexión sobre los fundamentos teológicos de las relaciones.

"Esto -afirmó el Papa Francisco- representa solamente la parte más visible de un vasto movimiento que se ha realizado a nivel local un poco en todo el mundo, y de los que yo mismo soy testigo. Durante mi ministerio como Arzobispo de Buenos Aires he tenido la alegría de mantener relaciones de sincera amistad con algunos exponentes del mundo judío. Hemos conversado a menudo acerca de nuestra respectiva identidad religiosa, de la imagen del hombre contenida en las Escrituras, las modalidades para mantener vivo el sentido de Dios en un mundo secularizado".

"Me he confrontado con ellos en diversas ocasiones sobre los desafíos comunes que tienen judíos y cristianos. Pero sobre todo, como amigos, hemos gustado el uno la presencia del otro, nos hemos enriquecido recíprocamente en el encuentro y en el diálogo, con una actitud de acogida recíproca y esto nos ha ayudado a crecer como hombres y como creyentes."

"Estas relaciones de amistad constituyen en ciertos aspectos la base del diálogo que se desarrolla en el plano oficial", dijo el Papa animando a los presentes a seguir su camino, "tratando -como están haciendo- de involucrar a las nuevas generaciones. La humanidad necesita de nuestro común testimonio a favor del respeto de la dignidad del hombre y de la mujer, creados a imagen y semejanza de Dios, y a favor de la paz que, ante todo, es un don suyo".

Aciprensa.com

sábado, 13 de julio de 2013

Stella Maris y la devoción al escapulario del Cármen

A lo largo de los siglos, la Orden del Carmen ha donado a la cristiandad innumerables tesoros espirituales: basta pensar en las vidas ejemplares y enseñanzas de santa Teresa de Ávila, san Juan de la Cruz o santa Teresita de Lisieux, los tres nombrados Doctores de la Iglesia. Entre esas riquezas, destaca también la costumbre del escapulario, que san Josemaría vivió y difundió: “lleva sobre tu pecho el santo escapulario del Carmen. —Pocas devociones —hay muchas y muy buenas devociones marianas— tienen tanto arraigo entre los fieles, y tantas bendiciones de los Pontífices. —Además ¡es tan maternal ese privilegio sabatino!” (Camino, n. 500).

El escapulario asegura a quien lo porta con piedad dos prerrogativas: la ayuda para perseverar en el bien hasta el momento de la muerte y la liberación de las penas del purgatorio. El inicio de esta devoción se da en 1251, durante un momento de especial contradicción para la Orden, que daba sus primeros pasos en Europa. Según una redacción antigua del Catálogo de santos carmelitas, que está en la base del relato, un cierto san Simón —identificado más tarde con san Simón Stock, prior general inglés— acudía insistentemente a Nuestra Señora con la siguiente súplica:

Flos Carmeli / Flor del Carmelo; vitis florigera / vid florida; splendor coeli / esplendor del cielo; Virgo puerpera / Virgen fecunda; singularis / y singular; Mater mitis / oh Madre dulce; sed viri nescia / de varón no conocida; Carmelitis / a los Carmelitas; da privilegia / da privilegios; Stella Maris / Estrella del mar.

En respuesta a su oración, la Virgen se le apareció llevando en la mano el escapulario, y le dijo: este es un privilegio para ti y todos los tuyos: quien morirá llevándolo, se salvará. Una redacción más larga afirma: aquel que muera llevándolo, no sufrirá el fuego eterno... se salvará. El escapulario formaba entonces parte del hábito religioso, aunque en su origen había sido una prenda de trabajo que usaban los siervos y artesanos. Consistía en una tira de tela con una apertura para meter la cabeza, que se superponía a la túnica y colgaba sobre el pecho y la espalda.

La segunda prerrogativa, conocida como privilegio sabatino, procede de una tradición medieval. La Sede Apostólica estableció en 1613 a través de un decreto que el pueblo cristiano puede piadosamente creer en la ayuda de la Santísima Virgen a las almas de los frailes y cofrades de la Orden del Carmen que han fallecido en gracia, han vestido el escapulario, han observado la castidad según su estado, y han rezado el Oficio Parvo o —si no saben leer— han guardado los ayunos y abstinencias establecidos por la Iglesia; y que Nuestra Señora actuará con su protección especialmente el sábado, en el día dedicado por la Iglesia a la Madre de Dios. ´

Es decir, el privilegio sabatino se apoya en una verdad de la doctrina común cristiana: la solicitud maternal de Santa María para hacer que los hijos que expían sus culpas en el purgatorio alcancen lo antes posible por su intercesión la gloria del Cielo.

Al mismo tiempo que la Orden del Carmelo iba desarrollándose —especialmente en los siglos XVI y XVII, gracias a varias reformas—, también se extendieron sus cofradías. Atraían a muchos fieles que, sin abrazar la vida religiosa, participaban de la devoción a Nuestra Señora difundida por la espiritualidad carmelita. Lo manifestaban vistiendo el escapulario, que fue simplificando su forma hasta convertirse en dos cuadrados de tela unidos por cintas para echarlo al cuello.

La Sede Apostólica ha intervenido en numerosas ocasiones para fomentar esta costumbre, uniéndole la facultad de lucrar indulgencias y fijando algunas cuestiones prácticas: la ceremonia de imposición, que basta recibir una sola vez y puede realizar cualquier sacerdote; la bendición de un nuevo escapulario que reemplaza a otro ya gastado; o la posibilidad de sustituir el de tela por una medalla con las imágenes del Sagrado Corazón de Jesús y de la Santísima Virgen.

Hace algunos años, cuando se celebró el 750 aniversario de la entrega del escapulario —la aparición a san Simón—, el beato Juan Pablo II, que lo llevaba desde joven, resumió así su valor religioso: «son dos las verdades evocadas en el signo del escapulario: por una parte, la protección continua de la Virgen santísima, no sólo a lo largo del camino de la vida, sino también en el momento del paso hacia la plenitud de la gloria eterna; y por otra, la certeza de que la devoción a ella no puede limitarse a oraciones y homenajes en su honor en algunas circunstancias, sino que debe constituir un "hábito", es decir, una orientación permanente de la conducta cristiana, impregnada de oración y de vida interior, mediante la práctica frecuente de los sacramentos y la práctica concreta de las obras de misericordia espirituales y corporales. De este modo, el escapulario se convierte en signo de "alianza" y de comunión recíproca entre María y los fieles, pues traduce de manera concreta la entrega que en la cruz Jesús hizo de su Madre a Juan, y en él a todos nosotros, y la entrega del apóstol predilecto y de nosotros a ella, constituida nuestra Madre espiritual» (Beato Juan Pablo II, Mensaje a la Orden del Carmen con motivo de la dedicación del año 2001 a María, 25-III-2001).

Estas ideas están contenidas en las palabras que pronuncia el celebrante en la bendición del escapulario: «[Dios], mira con bondad a estos servidores tuyos, que reciben con devoción este escapulario para alabanza de la santísima Trinidad en honor de santa María Virgen, y haz que sean imagen de Cristo, tu Hijo, y así, terminando felizmente su paso por esta vida, con la ayuda de la Virgen Madre de Dios, sean admitidos al gozo de tu mansión» (De benedictionibus, n. 1218).

Al hablar del trato con Dios, san Josemaría animaba con frecuencia a hacernos niños, a reconocer que necesitamos siempre la ayuda de la gracia. Y también nos enseñó a recorrer ese camino de la mano de Nuestra Señora:

“Porque María es Madre, su devoción nos enseña a ser hijos: a querer de verdad, sin medida; a ser sencillos, sin esas complicaciones que nacen del egoísmo de pensar sólo en nosotros; a estar alegres, sabiendo que nada puede destruir nuestra esperanza. El principio del camino que lleva a la locura del amor de Dios es un confiado amor a María Santísima. Así lo escribí hace ya muchos años, en el prólogo a unos comentarios al santo rosario, y desde entonces he vuelto a comprobar muchas veces la verdad de esas palabras. No voy a hacer aquí muchos razonamientos, con el fin de glosar esa idea: os invito más bien a que hagáis la experiencia, a que lo descubráis por vosotros mismos, tratando amorosamente a María, abriéndole vuestro corazón, confiándole vuestras alegrías y vuestras penas, pidiéndole que os ayude a conocer y a seguir a Jesús” (Es Cristo que pasa, n. 143).

sábado, 6 de julio de 2013

Stella Maris y la orden del Cármen

La historia del Carmelo está íntimamente ligada al profeta Elías, que vivió en el siglo IX antes de Cristo. Según tradiciones recogidas por los Santos Padres y por escritores antiguos, varios lugares conservaban el recuerdo de su presencia: una gruta en la ladera norte, sobre el cabo de Haifa, donde estableció su morada primero él y después Eliseo; cerca de allí, el sitio donde reunían a sus discípulos, llamado por los cristianos Escuela de los Profetas y en árabe también El Hader; en la misma zona, hacia el oeste, un manantial conocido como fuente de Elías, que él mismo habría hecho brotar de la roca; y en el sureste del macizo, la cima de El-Muhraqa y el torrente del Qison, donde se enfrentó a los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal: por su oración Dios hizo bajar fuego del cielo y de este modo el pueblo abandonó la idolatría, según relata el primer libro de los Reyes (Cfr. 1 Re 18, 19-40).

En estos lugares venerados desde los albores del cristianismo, donde se habían construido iglesias y monasterios en memoria de Elías, nació la Orden del Carmen. Su origen se remonta a la segunda mitad del siglo XII, cuando san Bertoldo de Malafaida, un cruzado de origen francés, reunió en torno suyo a algunos ermitaños que vivían dispersos en El Hader, en la zona del monte Carmelo próxima a Haifa. Edificaron un santuario allí y, algo más tarde, hacia 1200, otro en la pendiente occidental, en Wadi es-Siah. San Brocardo, sucesor de Bertoldo como prior, en los primeros años del siglo XIII pidió al patriarca de Jerusalén una aprobación oficial y una norma que organizase su vida religiosa de soledad, ascesis y oración contemplativa: es la Regla del Carmen —también llamada Regla de nuestro Salvador—, en vigor hasta nuestros días. 

Por diversas circunstancias, el reconocimiento del Papa se retrasó hasta 1226. A partir de entonces, y a causa de la incertidumbre que pesaba sobre los cristianos en oriente, algunos carmelitas regresaron a sus patrias en Europa, donde constituyeron nuevos monasterios. Este éxodo se demostró providencial para la supervivencia y expansión de la Orden, pues en 1291 los ejércitos de Egipto conquistaron Acre y Haifa, quemaron los santuarios del monte Carmelo y asesinaron a sus monjes.

Relatar la historia de la Orden del Carmen sería prolijo. Por lo que respecta a Tierra Santa, bastará con decir que, salvo un paréntesis en el siglo XVII, no pudo restablecerse en el monte Carmelo hasta principios del XIX. Entre 1827 y 1836, se construyó en la punta norte, sobre una gruta que recordaba la presencia de Elías, el actual monasterio y santuario de Stella Maris: así como la nubecilla que atisbó el criado de Elías trajo la lluvia que fecundaría la tierra de Israel, después del episodio de los falsos profetas (Cfr. 1 Re 18, 44), así también de la Virgen María nació Cristo, por quien la gracia de Dios se derrama por toda la tierra. Los edificios, de tres alturas, forman un complejo rectangular de sesenta metros de largo por treinta y seis de ancho. 
Hacia el norte, la vista de la bahía de Haifa es magnífica, e incluso en días despejados puede distinguirse Acre siguiendo la línea del litoral. Se accede a la iglesia desde la fachada oeste: el espacio central es octogonal y está cubierto por una cúpula decorada con escenas de Elías y otros profetas, la Sagrada Familia, los Evangelistas y algunos santos carmelitas. Las pinturas se realizaron en 1928.

También es de entonces el revestimiento marmóreo del templo, terminado en 1931. El foco de atención se dirige al presbiterio: detrás del altar, en un camarín, encontramos una talla de la Virgen del Carmen; y debajo, la cueva donde según la tradición habitó Elías. Se trata de un ambiente de unos tres por cinco metros, separado de la nave por dos columnas de pórfido y unos escalones; al fondo, hay un altar y una imagen del profeta. 

Además de Stella Maris, la Orden del Carmen cuenta con otro santuario en la punta sur del monte Carmelo, en El-Muhraqa, conocido como el Sacrificio de Elías: recuerda el episodio de los profetas de Baal ya referido. Sin embargo, del antiguo monasterio fundado en Wadi es-Siah —actualmente Nahal Siakh— solo quedan ruinas.